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martes, 12 de julio de 2011

U.S.A.S.

U n a   p s i c ó p a t a   a n d a   s u e l t a

Un trozo al azar del relato:


Apenas unos minutos sucedidos posteriormente a ese humorístico incidente, se levantaron las marujas de mis amigas y apagaron el monitor del ordenador. “Vamos a por las hamburguesas.“ Dijo E. “¿De dónde son las hamburguesas? De Hamburgo.” “No. Son del quiosco, Safo.“ Replicó E, haciéndome una mueca de: tienes menos gracia que...
La noche refrescaba paulatinamente pese a estar el tiempo entrado ya recientemente en primavera. Poco aire grotesco notaba yo; más bien un cálido bombeo musical en mi sangre, cual sinfonía barroca dando a luz. Mi pies por la acera, en compañía de S sujetando mi cintura...; aquello, no era caminar, era un vals semi-reprimido. Como si la calle se tratase del escenario de una película y S fuese una ladrona de corazones perseguida por la ley. En cualquier parte podría estar la policia aguardándola. Pierdo su contacto, se había separado discretamente de mí. “Nos pueden ver“. Explicó en un débil susurro. La inquietud, junto a su remordimiento, la reinaba, la consumía.
“Cuatro hamburguesas, por favor. Dos con ketchup, una con queso y la otra sola.“ Le pidió E al muchacho del quiosco. Se volvió hacia S y, mirándola incrédula, sin vergüenza alguna, exigiendo sinceridad, preguntó: “¿Lo vas a dejar y vas a estar con Safo, sí o no?” La respuesta de S ante tal directa fue un silencio verdaderamente ensordecedor. Tal vez fuera ahí cuando debí suponer que a ella le embriagaba aún la duda de la realización de aquel abominable acto, pero preferí ser aquella extranjera turista recién llegada a un país del cuál desconoce incluso el idioma. En otras palabras, ojos que no ven, corazón que no siente.
Mis amigas respiraron una atroz desconfianza desde el principio. No podía ir a parar a buen puerto un barco mal construído. Se hundiría en el mismísimo proceso de desembarque, y yo estaría sola en él, porque S se habría marchado sin previo aviso en el único bote salvavidas existente, abandonándome a mi suerte. ¡Sandeces! ¿Podía ser simplemente un tarro de sal marina de envidia que les escocía?

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