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jueves, 26 de abril de 2012

¡Hola, ganas de vivir! ¡Cuánto tiempo!

Recuerdo con gran nostalgia aquella parte de mi vida donde me proclamaba por el mundo como “safollable”. Y no, con esto no quiero decir que me motive volver a experimentar sensaciones por el jardín de las flores lésbicas, porque me hallo muy feliz con esa amapola que creía tan inalcanzable en el pasado. Lo que trato de explicar es que, yo tenía una energía desmedida y continua, sin parones, y todo el tiempo la desprendía por los poros de mi piel.
Hay una fiera dentro de mí que se muere de ganas por rajar esta gruesa burbuja tan conseguida que he creado durante estos años, y salir triunfadora tras un sonoro grito desgarrador, mientras posteriormente la burbuja se derrite y desaparece para siempre. Esta fiera se llama: ganas de vivir. La amordazó un sentimiento de peso que estaba haciendo de mi vida un infierno.
Hay secuelas de la niñez que rompen a hablar verdades cuando te haces mayor, y la mía chillaba en mis oídos, con un sonido tan insoportable que me sumí en un trance que a la vista era tranquilo y engañaba teniéndome vaga, engordando. Todo lo vi diferente a cuando era una adolescente ingenua, y el dolor que me abrumó y me arrastró a las tinieblas no era el mismo que el que hasta entonces padecía.
Ahora le hago un grosero calvo a mi problema, que ahora se ha reducido a unos recuerdos desagradables que jamás volverán a aplastarme.
Puedo poner la mano en el fuego y no quemarme y, decir al fin, sin dilaciones: ¡Soy libre!
¡Sal, fiera! ¡Resquebraja la capa, que mi voluntad está en auge y afina la tosca burbuja!

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