Recuerdo con gran nostalgia aquella parte de mi vida donde
me proclamaba por el mundo como “safollable”. Y no, con esto no quiero decir
que me motive volver a experimentar sensaciones por el jardín de las flores
lésbicas, porque me hallo muy feliz con esa amapola que creía tan inalcanzable
en el pasado. Lo que trato de explicar es que, yo tenía una energía desmedida y
continua, sin parones, y todo el tiempo la desprendía por los poros de mi piel.
Hay una fiera dentro de mí que se muere de ganas por rajar
esta gruesa burbuja tan conseguida que he creado durante estos años, y salir triunfadora
tras un sonoro grito desgarrador, mientras posteriormente la burbuja se derrite
y desaparece para siempre. Esta fiera se llama: ganas de vivir. La amordazó un
sentimiento de peso que estaba haciendo de mi vida un infierno.
Hay secuelas de la niñez que rompen a hablar verdades cuando
te haces mayor, y la mía chillaba en mis oídos, con un sonido tan insoportable
que me sumí en un trance que a la vista era tranquilo y engañaba teniéndome vaga,
engordando. Todo lo vi diferente a cuando era una adolescente ingenua, y el
dolor que me abrumó y me arrastró a las tinieblas no era el mismo que el que
hasta entonces padecía.
Ahora le hago un grosero calvo a mi problema, que ahora se
ha reducido a unos recuerdos desagradables que jamás volverán a aplastarme.
Puedo poner la mano en el fuego y no quemarme y, decir al
fin, sin dilaciones: ¡Soy libre!
¡Sal, fiera! ¡Resquebraja la capa, que mi voluntad está en auge y
afina la tosca burbuja!
Enhorabuena por soltarte de tus cadenas!
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