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viernes, 6 de abril de 2012

Somos unas marionetas

CAPÍTULO 1 (Primer borrador)

Al año de casarme, mi mujer murió. Su enfermedad la mató antes de tener nuestro segundo hijo. Me dejó solo en este mundo, con una preciosa niña de ojos azules y pelo rizado: es un retrato en miniatura de su madre. Por eso, cuando la miro siento alegría, pero también dolor. Mi psicóloga me recomendó hace mucho tiempo escribir, pero hasta ahora no he tenido el valor de hacerlo. Dice que tengo que dejarme llenar del amor de mi familia, para poder calmar mi vacío y afrontar que Alicia ya no está. La verdad es que no hubiera seguido adelante si no tuviera a mis madres, Ana y Judit. Ellas siempre han cuidado de mí, y ahora también se encargan de su nieta cuando estoy trabajando.

Volví a la oficina la semana siguiente del entierro, ese desagradable acto del último adiós (aunque yo nunca me despediré, siempre la llevaré conmigo), donde las personas a las que nunca les importé acudieron para mostrarme sus falsas condolencias. Enemigos de la infancia, conocidos, vecinos, familia… Un gran montón de basura social en mi vida, sin duda. La mayoría podría haberse quedado en su casa, porque si miro al pasado, tengo mil razones para no mirarles a la cara.

¡Ay, mi Alicia! La única, y mejor, amiga que tuve en mi vida, de la que años después pasé a ser su novio, después marido, y ahora viudo. La concentración en el diseño gráfico despejaba la pena por unas horas. Al principio no rendía como siempre, y no solo en el trabajo, sino como padre. Cuando tenía tiempo recogía a mi hija de la guardería, para compensarla de alguna forma. Lucía ya no preguntaba tanto por su madre. Más hacia delante logré adaptarme a mi nueva situación de vida y me sentí mucho más aliviado.

Pasé mi infancia mudándome de un pueblo a otro. La gente no era especialmente amable con mis madres, y los niños eran muy crueles conmigo. Pero, una vez llegados a Sevilla, todo fue diferente: en las grandes ciudades esto se vive diferente. Bueno, en realidad, las cosas mejoraron, pero no para todos, los niños seguían igual conmigo. Entonces entendí que el mundo, en general, no estaba preparado para asimilar algo que yo siempre vi tan normal. Ana creía en Dios, en ese Dios que ama a todos sus hijos por igual, pero decía que la Iglesia siempre ha sido y será una secta muy peligrosa donde no valoran lo suficiente a las mujeres. Y, ahora que tengo 30 años, la entiendo mejor, porque aunque Judit no es incluso creyente, cedió por amor a que me bautizaran. Y nunca consiguieron bautizarme, porque la Iglesia se oponía. Finalmente, se les acabaron las fuerzas y se rindieron.

Terminé mi último año de educación primaria en el colegio del barrio, Manuel Altolaguirre, institución que llevaba el nombre de un gran poeta malagueño de la Generación del 27. En mi casa, cuando no estudiaba, me pasaba el día encerrado en mi cuarto leyendo manga y viendo dibujos animados en la televisión. Las mañanas en el colegio se me hacían eternas, y las tardes discurrían volando… En un suspiro estaba de vuelta en el Manuel Altolaguirre. No hice ningún amigo, todos se reían de mí y me insultaban. Pasaba los recreos en la biblioteca, mirando las musarañas, y cada dos por tres, también el reloj. Mis madres me decían que no me preocupara, que al año siguiente en secundaria estaría en otro centro y tendría nuevos compañeros, que seguro que haría muchos amigos. Yo no las creía, mis experiencias me habían enseñado el valor del pesimismo.

Ese verano, una nueva familia llegó al barrio. Bueno, especifico, una mujer con su hija. Se mudaron a nuestro portal, justo en el piso contiguo. Ana y Judit prepararon una tarta de queso para darles la bienvenida, y esa misma tarde me arrastraron hacia la puerta de las nuevas vecinas, diciéndome temerosas “sonríe y se amable, y cuando abran la puerta tú entregas la tarta. Tenemos que causarles una buena impresión”.  Sinceramente, no me apetecía nada, en absoluto, revivir lo de siempre. No es que los demás vecinos se portaran mal con nosotros, al menos delante nuestra, no éramos tontos. Además, teníamos unos oídos que funcionaban a la perfección, con los que oíamos sus cuchicheos en la escalera.

Pues eso, cuando quise darme cuenta me encontraba frente a la puerta, con mis madres respirando hondo y lanzándome una última mirada habladora. Judit pulsó el timbre. Esperamos impacientemente durante dos interminables minutos. Dentro del piso se escuchaba el típico ruido de mudanza: el arrastre de cajas, el abrir y cerrar de puertas… No sé a ciencia cierta lo que pensó Ana, porque sujetó la mano de Judit y le susurró: “se habrán asomado por la mirilla. Seguro que los vecinos les han informado ya”. Y, cuando volvíamos para casa, escuchamos el crujir de la puerta de entrada y una chica se asomó.


-  ¿Hola?- preguntó alegremente.
 Hola, somos los vecinos de al lado.
 Un momento, ahora viene mi madre -sonrió-. Está como una loca organizando mi armario.


Una mujer joven, alta y esbelta, con ropa cómoda aunque maquillada, vino a nuestro encuentro. A primera vista parecía sencilla y agradable. Agradecida, cogió la tarta.


 Muchísimas gracias por la ofrenda. Me llamo María, y ella es mi hija, Alicia.
-  Nosotras somos Ana y Judit, y él es nuestro hijo, Daniel.


Para sorpresa de todos, nuestra nueva vecina María no se sobresaltó. Es más, nos invitó amablemente a que pasáramos a tomar un café, ya que teníamos la tarta. “Está todo muy revuelto, disculpad este desorden”, nos explicó ruborizándose. Tras mostrarnos todas las habitaciones del piso, nos sentamos todos en el salón. María nos sirvió bebidas. Alicia y yo descubrimos nuestro primer gusto en común: el zumo de piña. “La tarta está exquisita”, reconoció María con tono gentil, mientras se apartaba otro pedazo. Cuando terminamos de merendar, Alicia me dijo que nos marcháramos a su cuarto, para dejar que las adultas conversaran de cosas de mayores. Estaba todo a medio desempacar y me ofrecí para ayudarle a terminar. Mientras ella negaba la ayuda, pausé mis ojos sobre unos libros que tenía sobre el escritorio.


-  ¡Te gusta leer manga!- exclamé ilusionado.


Alicia, contenta por conocer otro gusto en común conmigo, trajo de inmediato un libro y se sentó sobre una alfombra blanca que cubría todo el suelo. Me indicó que me pusiera a su lado.
 -  Es una historia que cuenta que existe una calle llamada Las Telarañas –dijo toda misteriosa.- La llamaban así porque todo aquel que se aventurara a entrar, jamás salía de allí. Hace muchos años, una chica muy valiente que pensaba que era solo un mito, fue un día. Dicen que entró en una luz violeta y desapareció, y que nunca volvió a casa.


De lo embobado que estaba, pudo parecer que no le prestaba atención. Me enteré de lo que dijo, es cierto, pero estaba más pendiente de ella. Alicia no se parecía mucho a su madre, su madre tenía el pelo lacio y moreno, y ella tenía rizos dorados que brillaban como el sol. Tal vez su padre fuera como ella. ¡Su padre! Ahora caía en que no sabía nada, pero claro, no quería inmiscuirme en lo que no me concernía.


 -  Dani, ¿te gusta el anime Sakura, cazadora de cartas? Esto… ¿te importa que te llame Dani?
 -  Ah, sí. Bueno, no –me puse nervioso-. Me lío. Llámame Dani, sí, lo prefiero.
-  Entonces, ¿te gusta Sakura? Tengo la serie entera en DVD.
-  Ay, perdona, soy un torpe. ¿En DVD? ¡Qué guay! Es mi serie favorita.


Alicia cogió el primer DVD y empezamos a ver algunos capítulos. Nunca me había sentido tan bien. ¿Se suponía que era así como se siente alguien que tiene un amigo? No sabía muy bien cómo era eso de relacionarme, pero creo que para ser la primera vez que lo hacía no se me estaba dando tan mal. Cuando mejor estábamos, nuestras madres nos cortaron el rollo. Se había hecho muy tarde y teníamos que volver a casa.


 -  Nuestros hijos han hecho buenas migas. Se nota que se han divertido- sentenció María-. Me alegro mucho por mi hija. Ya sabéis, con esto de la mudanza…  Bueno, pues muchas gracias por la bienvenida y por la tarta, de corazón.
-  Mamá, ¿puede venir mañana Dani a casa?- dijo Alicia poniendo cara de cordero degollado.  
-  Claro que sí, puede venir en cuanto terminemos de ponerlo todo en orden.
-  Las puertas de nuestra casa también están abiertas para ustedes- dijo Ana.
-  Lo tendremos en cuenta.- Y con unos besos se despidieron.

Esa noche no pude dormir. No dejaba de pensar en lo bien que me lo había pasado con Alicia. Era la primera vez que alguien de mi edad se comportaba así conmigo. Estaba muy feliz.

2 comentarios:

  1. La diversidad es necesaria para que el mundo se sostenga. La vida avanza lentamente, pero con paso firme. Lo importante es perseverar. Tu relato deja un buen sabor de boca.
    Un abrazo.

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  2. Un corazón nadando en la fuente inagotable del amor, es un corazón que no juzga, es una puerta abierta hacia refrescantes parajes, donde la diversidad pone la marca de sus colores primaverales. Bella narración!!!.

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